Florencio Cruz Nicolau Eymann
Especial para Eco Italiano
No sé de qué material estás hecha, porque acá, donde estoy parado mirándote, nada parece material. Sos una forma que se mueve como tinta cayendo en agua.
Salgo de la habitación oscura y fría, que guarda ese bienestar denso de las casonas viejas en plena canícula de enero, cuando no se puede hacer otra cosa que estar quieto, pensando en nada, mientras el ventilador se mueve de un lado a otro tratando de dar alivio. ¿Alguna vez pensaron que lo mejor del ventilador oscilante es cuando no da aire? Ese instante de incomodidad es, por contraste, lo que hace placentero el frescor que vuelve. A veces, la ausencia de algo es lo que nos hace valorarlo. Suena a filosofía, ¿no? Sé que alguien ya lo escribió hace miles de años. Pero ya no importa. Nada importa ahora.
Esperé todo el viernes que vinieras a verme. Habías prometido venir el jueves, según mis cálculos, pero una reunión de último momento te lo impidió, seguramente. ¿Te das cuenta de que vamos a estar juntos? Toda una vida separados, y ahora, finalmente, esta extraña alianza.
Me acuerdo de los cipreses y las araucarias del cementerio, cuando era chico. Se veían desde la terraza de esta casa. Éramos tan inocentes que una de nuestras diversiones era subir a escondidas solo para mirar, a lo lejos, las araucarias. Era la confirmación de que, más allá de la esquina, existía un mundo diferente. El cementerio era, para nosotros, la sublimación de todo lo sofisticado. ¿Para qué sirve tener, a pocas cuadras, un lugar con mármoles, esculturas elegantes y jardines cuidados? (En aquellos años, estaban realmente bien cuidados). Fue entonces que empecé a creer que vos existías en alguna parte. No, no estabas en el cementerio. Había ángeles con antorchas apagadas, relojes de arena, un hombre escuálido y alado sentado pensativo sobre la puerta de un panteón. Pero de vos, ni señas. En esos lugares no hay nada. Solo mármoles y recuerdos. Lo verdadero está en otra parte.
Ahora parece que hablás. No sé si decir que podés hablar, porque boca no te veo. Sos apenas una deformación en el vidrio de la ventana, como si te mirara a través de algo sinuoso, móvil. Se me mezclan medio siglo de recuerdos: lecturas, imágenes, voces, cosas vividas. Ya no sé qué soy… o qué hicieron de mí. ¿Sabés una cosa? Uno no es siempre uno mismo, sino lo que los demás creen que uno es.
Por eso, a quienes se queden acá, les recomiendo un ejercicio. Es simple, y tiene solo dos posibles resultados: o les va a hacer bien, o les va a hacer mal. Váyanse. A un lugar lejano. Lo más lejano posible, en espacio y en costumbres. Una tribu africana puede servir, aunque el pasaje es caro. Y una vez allí, despréndanse de todo: amigos, enemigos, conocidos, aduladores, gente que les diga lo bien que se ven. Quédense solos. Sin referencias. Cuando llegue la hora, ese entrenamiento les va a servir.
Pienso en las noches de astronomía en el patio, con el telescopio que mi padre construyó. Una maravilla de tesoro: el cielo. Pensar que hay gente que recorrió el mundo, visitó todas las grandes capitales, los museos más ricos… y nunca miró el cielo. Ni siquiera levantaron la vista para ver las Siete Cabritos o las Tres Marías. ¿Para qué vale la pena vivir, entonces? ¿Qué pasa con nuestra existencia cuando nos empeñamos tanto en no existir? Porque en eso se ha transformado la vida moderna: en un esfuerzo desesperado por no ser, por no mirar, por no sentir.
Ahora ya me estoy yendo. No tiene mucho sentido lo que pienso. O tal vez sí.
Fue esa tarde.
Vengo del trabajo, caminando tranquilo, pensando en comprar algo para la cena. Una sensación de desasosiego me envuelve. Me siento de más en el paisaje urbano. Estoy lejos de acá. Pocos autos en la calle, calcinada por el calor agobiante de enero. El kiosco está por cerrar, pero me atiende igual. Somos viejos conocidos. Compro galletitas, queso, algo de fiambre. No tengo ganas de cocinar.
Y entonces entrás. Tranquila, como si supieras que la puerta había quedado abierta. Mirás dentro de las heladeras, como buscando nada. Las manos en los bolsillos, sombrero, sobretodo gris… y ese aire de chica Napoleón. Muy cómica.
Sonreís y sos hermosa. Hermosa. No respondés a ninguna convención de belleza. No sos alta. No estás maquillada. No estás muy bien peinada. Y sin embargo, transmitís una belleza incomparable: la perfección de lo inconcluso. Porque estás inconclusa, lo sé. Y yo soy la parte que necesitás para completarte.
Es absurdo. Y cierto.
El dueño del kiosco me entrega la compra y me saluda hasta la noche. No te mira. No todos pueden verte. Me doy cuenta: es saludable para la mente no ver a una chica con sobretodo un jueves de enero.
—El año que viene, en tu pieza —decís.
Y te vas.
Te sigo, pero después de la esquina ya no te veo más. Pensar que así es esto, digo.
¿Qué haré durante el próximo año? ¿O la semana que viene? ¿Volveré a mirar las estrellas, a perderme entre los pasillos del cementerio buscando al ángel con la antorcha vencida, entre musgo y maleza? No hay remordimiento posible por lo que no fue. No hay previsión para lo que vendrá.
Solo queda caminar lo que haya que caminar, como si todo ya estuviera escrito en una letra que no podemos leer.
Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina 11 de julio de 2025
